En marzo de 2020 se declaró en España el estado
de alarma ante la amenaza de una pandemia que avanzaba sin freno.
Las escuelas se cerraron. Se cerraron
comercios, restaurantes, tiendas, bibliotecas, la calle como lugar de
encuentro, de trabajo. Se cancelaron los conciertos, los recitales, los
teatros. Se cerraron las oficinas del paro, de la Seguridad social, los
servicios sociales…en medio de una masiva destrucción de empleo, el acceso a
los recursos y prestaciones públicas comenzó a reducirse a un teléfono que
siempre comunicaba, o a páginas de internet en las que muchas de las personas
afectadas no podían o no sabían manejarse.
Quienes trabajaban con contratos, perdieron su
empleo y tuvieron que esperar durante meses para recibir las prestaciones
sociales a que tenían derecho pero que no llegaban nunca. Quienes trabajaban en
la economía sumergida, simplemente, nada podían esperar.
Las ayudas que los ayuntamientos, las
comunidades autónomas y el Estado tenían la obligación de prestar no contaron
con los recursos humanos necesarios que pudieran hacerlas realidad. Ni los
había ni fueron contratados. Las ayudas a las pequeñas y medianas empresas
fueron entregadas a los bancos para que estos decidieran a quién y cómo en lo
que terminó pareciendo un nuevo rescate a la banca.
A la emergencia sanitaria le acompañó casi de
inmediato una emergencia alimentaria. Las colas del hambre eran sólo la imagen
de la realidad de los impagos de la casa, la luz, el gas, una realidad
lacerante que alcanzó de un solo golpe a miles y miles de familias.
Mientras los sistemas públicos que debían dar
respuesta a esta situación quedaban colapsados y fallaban trágicamente, la
solidaridad vecinal puso en pie centenares redes de ayuda que facilitaban ropa
y comida.
La vida se convirtió para demasiadas personas
en ese callejón sin salida por el que intentaban avanzar llevando a sus niños,
a sus niñas, de la mano.
Dormir era difícil, despertarse significaba
volver a enfrentar la pesadilla.
En esa angustia, nadie podía acompañarlos.